LO
INESPERADO.
CAPÍTULO
I.
…Un frío invierno allá por la blanca
Suiza… Llevaba alrededor de dos años aquí. Todos los que habitaban este lugar
eran una peste, una panda de idiotas sin conocimiento alguno, resumiendo: gentuza.
Mi vida nunca había sido fácil, desde un
principio tuve que aprenderlo todo a la velocidad de la luz. Sin importar cómo
lo hiciese, tenía que sobrevivir en ese mundo de personas que a la mínima iban
a por ti hasta hundirte. Lo peor de todo era mi falta de autoestima. Desde mi
punto de vista todo lo que había hecho para seguir adelante no servía de nada;
pero había llegado hasta dónde me prometí, había salido a flote desde el pozo
más profundo: las drogas. Y aquí, en este lugar, nadie sabía nada de mi pasado,
algo que era muy prometedor, ya que no sabían mi historia. Por algo salí del
país en el que estaba. A decir verdad, por ello no me gustaba relacionarme mucho.
Después de la muerte de mi padre, que había sido mi luz y mi guía, me hundí en
ese mundo sin salida. Me costó huir, principalmente, porque pasé solo todo el
proceso de desintoxicación y que por arte de magia alguien anónimo me pagó.
Desde la salida de aquel centro cambié
radicalmente tanto por dentro como por fuera. Ya no era aquel tipo que
deambulaba por los peores barrios de la ciudad, ni aquel que vestía de mala
manera y que por la desnudez de los brazos podía leerse a leguas lo que ellos
contaban de mí. Parecía totalmente otra persona. Durante los primeros meses
después de salir, me cambié de nombre y me dediqué a eliminar de mi antiguo yo
todo lo que hubiese sobre la faz de la Tierra. Busqué un trabajo que me
proporcionase un salario para poder huir de este país lo antes posible, y
aunque la coyuntura nacional no era la mejor, lo conseguí. Estuve trabajando por
lo que fue como alrededor de medio año, hasta que me enteré de casualidad,
gracias a uno de mis compañeros, que la empresa que me empleó abría nuevas
fronteras y sin pensarlo dos veces, me presente como voluntario para aquel
nuevo trabajo fuera de estas fronteras. Tarde dos meses hasta poder coger ese
vuelo que por fin me alejaría de todo mi pasado.
Cuando llegué tuve que instalarme en un
piso de mala muerte que la empresa tenía contratado. Desde fuera se podía
percibir como sería el apartamento ya que la pintura de la fachada estaba
desconchada y llena de moho. Por un momento pensamientos de arrepentimiento
pasaron por mi mente pero ya era demasiado tarde. Durante cuatro meses no tuve más
distracción que no fuese mi trabajo, al que acudía día a día, lloviera o
nevase. Tuve que aprender pronto el idioma, ya que la mayoría de mis nuevos
compañeros, excepto los que viajaron conmigo, eran suizos. Me movía de mi casa
al trabajo y del trabajo a mi casa. Por otra parte, la situación se me estaba
yendo de las manos, ya que tenía que ir moldeando mi estrategia para así
acercarme a los jefes, pero mi miedo a que todo no saliese como yo quería, me
hacía recapacitar mejor sobre lo que debía hacer. Era un completo lameculos de
mis superiores, pero si quería llegar hasta donde verdaderamente me pertenecía
tenía que hacerlo. A los peces gordos les prometía pequeños regalos que luego ellos
recibían gustosamente; y si me encargaban algo, lo realizaba correctamente o
mejor de lo que ellos esperaban. Desde mi perspectiva, nunca traté mal a nadie:
de hecho, me di cuenta de que si tratabas mal a las personas, ese mal te sería
devuelto más tarde o más temprano.
A pesar de todo, si antes dije que
hablaba poco con las personas, aquellas que conseguían hacerse un hueco en mi
vida, nunca eran tratados con desaire, y sí podía hacer algo por complacerlas
no había ningún problema, pues yo con gusto lo hacía. No obstante, poco a poco
fui ascendiendo profesionalmente y viajaba de un lado a otro, para conseguir
nuevas firmas y abrir otros caminos a la empresa para la que trabajaba. Me
había costado dos años, pero por fin, en solo unas semanas, podría conseguir lo
que tanto me había impulsado a salir de aquel horrible pozo en el que estaba. Definitivamente,
el plan que había urdido durante toda mi estancia en aquel lugar valía la pena.
Iba a llegar a la cúpula de lo que alguna vez fue nuestro negocio familiar y
que yo debía haber heredado. Aquella empresa, de la que tras la muerte de mi
padre un viejo socio sin identidad compró la mayoría accionarial, volvía a su
legítimo dueño; aquella empresa a la que yo no pude acceder debido a todas las
deudas que surgieron de la nada, pues supuestamente mi padre había dejado que
nos embargaran todo nuestro patrimonio sin avisarnos de nada y sin que ninguno
lo sospecháramos. Después de aquel disgusto, mi madre no levantó cabeza y se
negó a seguir adelante, murió en mis brazos. Fue ahí cuando me di cuenta de que
estaba tocado y hundido.
Pero eso ya era pasado, el gran día
llegó y frente a mí había todo una junta de accionistas que estaban felices de
que me incorporase al consejo. Lo que no puedo creer todavía es que la persona
que vi frente a mí, cuyo su aspecto regordete y su costumbre de sostener un
puro en la mano, me llevó a deducir que sería aquel accionista que nos dejó a
mi madre y a mí en la calle: era mi tío: aquel que creímos que había muerto
junto a mi padre en aquel incendio de la fábrica. Es decir, mi familia y la
suya habían llorado la muerte de otra persona, habíamos enterrado a alguien que
no era quién creíamos.
Carmen Mera Delgado (Sevilla).
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