FRASES PARA REFLEXIONAR

"Los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad". Paul Auster



domingo, 13 de julio de 2014

POETICA PUPILUUM (IV)


UNA COSA DE LA FAMILIA.


CAPÍTULO I

El olor a barbacoa inundaba todo el patio y el leve viento que había no hacía más que esparcirlo por todos los rincones de la casa. El murmullo no tenía mucho volumen pero era igual de incordiante que el de los restaurantes atestados de gente. Todo el mundo estaba en las mesas del patio charlando animadamente, ignorando a aquel niño sentado a la sombra del árbol más alejado de las mesas. Él los observaba cuidadosamente. Veía sus gestos, el movimiento de las bocas, la forma en que los hombros se les agitaban cuando se reían... Más allá, detrás de esas personas, estaban sus padres. Para él, hacían la pareja perfecta. La preciosa sonrisa de su madre cuando veía a su padre era algo que nunca iba a olvidar. A pesar de que no hablase mucho con ellos, los quería de aquí hasta la luna y un poquito más allá.
Su madre se giró y le pilló observándola; sonrió y le indicó que se acercase. Él no quería. No quería ir con toda esa gente que gritaba mucho, que hacían muchas preguntas y que lo hacían sentirse incómodo. No le gustaban mucho las personas a excepción de sus padres y, algunas veces, su hermana. La gente que normalmente visitaba a sus padres siempre conseguía que su padre le riñese. <<Tienes que hablar más>>, le decía, <<Sólo quieren conocerte>>. Pero él no quería que ellos lo conocieran. Intentaba complacerlos sonriéndoles, ofreciéndoles galletas (nunca sus favoritas) y el mando de la tele. Más no podía hacer.
Cuando intentaba hablar un poco más, acababa en su cuarto al borde de las lágrimas, preguntándose si sus padres pensarían lo mismo de él. Eres muy callado, usa colores más alegres, péinate de otra manera, deberías parecerte más a tu hermana... Muchos cumplidos, podríamos decir. Siempre lograban que se preguntase muchas cosas, que se viese al espejo y empezase a notar esos defectos que mencionaban tanto. Lo curioso era que esa gente nunca le decía esas cosas delante de sus padres. Pero él no se atrevía a contárselo por miedo a que no le creyesen. Esa gente también tenía hijos, y esos niños eran iguales o peor que ellos. Cuando, por obligación, iba a jugar con ellos, acababan llamándole aguafiestas o aburrido. Su forma de divertirse consistía en tirarse al río desde una roca alta, ir al bosque a buscar nidos de serpientes, subirse a un árbol e intentar llegar al punto más alto... Él nunca quería hacer esas cosas porque pensaba que eran peligrosas, que alguien podía salir herido. Si ellos querían arriesgarse, allá ellos, pero él prefería tener todos sus miembros intactos.
Algunas veces jugaban a cosas más comunes, como a la pelota o al escondite, pero eso tampoco le emocionaba o le llamaba la atención. En realidad, nada llamaba su atención. Al menos, nada de lo que les gustaba a los demás niños. A él le gustaban más los libros y los documentales que pasaban por la tele, aunque los más interesantes los echaban cuando él ayudaba a su madre a limpiar la casa, todos los días a la misma hora. Algunas veces, si tenía hecho los deberes más temprano (si no, los hacía más tarde, pero siempre los hacía) su madre le dejaba ver los documentales. Normalmente veía sólo la mitad, porque al final acababa sintiéndose culpable, ya que él era el único que la ayudaba; su hermana no hacía nada (o nunca estaba en casa) y su padre llegaba muy tarde del trabajo. Aunque aún era sólo un niño, ya tenía claro que todo lo que hiciese en la vida lo haría por su madre.
Finalmente, se levantó del césped, se sacudió el polvo y se dirigió hacia donde estaba su madre. Ella le dio un beso y le dijo que alegrase esa cara, pero con un tono dulce, como siempre. Su madre le observó con ojos llenos de compasión, y, exhalando un gran suspiro, le dijo que podía irse a su habitación. Él sonrió, le dio un beso y justo cuando iba a subir las escaleras tocaron el timbre.
—¡Cariño, abre tú, por favor!—gritó su madre.
Se dirigió a la puerta no muy alegre, pero cuando la abrió, su opinión cambió totalmente. Delante de él se encontraba la niña con los ojos más bonitos que había visto en su vida.

Melissa Urcuyo Obando (Sevilla)

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